Antonio Oviedo, escritor y actual director a cargo de la Biblioteca Córdoba, nos cedió amablemente para la difusión y preparación del Coloquio Gombrowicz este ensayo que estuvo publicado en su libro Realidades Exiguas (Ferreyra Editor). Gombrowicz retorna a sus ensayos de lector partiendo del Diario, su interrogación girará en torno al Yo, la máscara y el secreto. Este último cuestionará toda supremacía de la cultura establecida. También se hace presente la cuestión topológica del exilio y el margen: Polonia y Argentina conectadas por un Trasatlántico. Para finalizar el ensayo plantea la cuestión capital de la obra gombrowiciana: la Forma. No ligándola a ningún artificio sino al torbellino propio de la vida.
Exilio, provocación y forma.
Witold Gombrowicz y su diario.
Antonio Oviedo.
Nunca sabremos muy bien quién es ese Gombrowicz del que nos hablan sus novelas, aún suponiendo que aquél pudiera deslizarse en éstas; del que nos habla el Diario es el escritor asediado –nunca desbordado (al situarse, precisamente, como se verá luego, en los bordes de dos culturas)- enfrentado a dificultades de diversa índole pese a las cuales dicha condición de escritor no hace sino afirmarse con el transcurso de tiempo. Pero el yo inscripto en el Diario, ese yo que se repite obsesivamente al comienzo y sin ningún otro aditamento en cada uno de los primeros días del año 1953, ese yo señala, parafraseando un título de Mishima, una máscara cuyas confesiones no enuncian el gesto de sinceridad sino el movimiento de lo que se evita decir. En efecto, las palabras preliminares del primer tomo del Diario (objeto aquí de éstas y otras reflexiones) plantean, sin ninguna clase de rodeos, la cuestión del secreto, en torno al cual se agrupa el fluir de anotaciones para las que, justamente, todo diario sirve de soporte. Si bien es cierto que no examinaremos aquí sus mecanismos, el secreto, o cierta versión gombrowicziana del secreto, nos permitirá en una primera instancia llegar a los distintos aspectos a considerar en el Diario del escritor polaco.
“Aún queda algo en
reserva, pero ese material –más íntimo- prefiere no incluirlo”, escribe
Gombrowicz, tras aclarar que este volumen contiene los textos publicados
mensualmente en la revista Kultura,
órgano literario y político de la emigración polaca en Paris, fundada después
de 1945. Llama la atención semejante prudencia, como si el autor quisiera
mostrarnos la posibilidad de que más adelante volverá, tal vez de manera
subrepticia, a dibujar con nuevos trazos los límites fijados a su reserva.
Esta breve digresión,
en la que nos referimos al secreto como a un dispositivo casi insoslayable de
la escritura diarística, subraya –en relación a un sistema literario que la
experiencia gombrowicziana prolonga- la negativa del escritor a revelar un
material que se guarda para alguna oportunidad futura. En nuestro caso, la
oportunidad pertenece no al futuro sino al presente mismo de la lectura del Diario el poder determinar la
existencia de otro secreto que ciertos pasajes de aquél mencionan de manera,
por así decirlo, evidente. Es cierto, ese otro secreto se designa mediante un topos, un lugar físico de la realidad
urbana de Buenos Aires: Retiro, que la estética gombrowicziana ha erigido como
punto de partida para diversas formulaciones, entre las cuales también aparecen
otras vinculadas al campo filosófico y político: comentarios del libro de
Dionys Mascolo sobre el comunismo o a Le
Pesanteur et la grace, de Simone Weil, muestran una perspectiva sobre la
que, por otro lado, alguien como Juan José Saer ha realizado un análisis muy
minucioso.
“El secreto de
Retiro, un secreto realmente demoniaco”; así introduce el autor esta zona de
luces vacilantes y siluetas furtivas donde la inferioridad, lo imperfecto, lo
degradado, cuestiona con energía propia los registros prestigiosos de una
cultura situada en un plano cuya supremacía considera indiscutible. Como es
obvio, subyace a esta oposición una de las ideas –la relativa inmadurez y la
forma y su correspondiente dialéctica dinamizadora- sobre la que Gombrowicz ha
vuelto reiteradamente en distintos momentos y que más adelante trataremos de
ver en particular. Ahora bien, la constitución de ese topos en el espacio del Diario
es el efecto de una trama de relaciones surgidas con motivo del exilio de
Gombrowicz en la Argentina y, más específicamente, de sus conflictivos lazos
con el mundo intelectual y literario del país.
Respecto a la
llegada y permanencia de Gombrowicz en la Argentina basta con citar los datos
conocidos. Dos o tres semanas antes del comienzo de la Segunda Guerra, hacia
agosto de 1939, Gombrowicz abandona Polonia en el barco Chrobry y llega a Buenos Aires al cabo de una travesía que tendrá
resonancias bastante nítidas en su libro Transatlántico.
Veintitrés años después, en 1963, regresa a Europa. Durante ese lapso, su
estadía en estas tierras se ve sacudida por un remolino de dificultades
materiales que alcanzan su correlato en la vida bohemia, los hoteles sórdidos o
las amistades dudosas (más exactamente: indudables). Tanto algunos ocasionales
viajes al interior (a Salsipuedes, Rio Ceballos, La Falda, en Córdoba, o a
Santiago del Estero por ejemplo), como la ayuda de ciertas mujeres que, según
el escritor, creen en su obra y le facilitan dinero para sobrevivir, atenúan el
rigor de sus padecimientos. Ser sostenido por la catástrofe fue, afirma
Gombrowicz, la única posibilidad que vislumbró por entonces para no renunciar a
la tarea literaria. En realidad, ésta tuvo en Polonia un comienzo desafortunado
con la publicación, en 1933, de un libro de relatos: Memorias del tiempo de inmadurez (hoy incluidos bajo el título de Bakakai). En 1937 se edita Ferdydurke y diez años más tarde aparece
en la Argentina la traducción de dicho libro con un prólogo del propio
Gombrowicz, donde éste plantea de modo
explícito sus ideas sobre la forma y la inmadurez. Por otra parte, desde 1947
Gombrowicz obtiene un modesto empleo en el Banco Polaco que al menos soluciona,
siempre con restricciones, sus necesidades más inmediatas. Asimismo, en los
años subsiguientes, aparecerán otros libros suyos: La boda y Transatlántico.
Con este ceñido panorama ingresamos al primer período que abarca el tomo
primero del Diario (desde el año 1953
al 56), y cuyas reflexiones remiten a esos años y, de manera discontinua aunque
a veces con cierta extensión, a los precedentes.
Dos territorios, a
los que asigna el estatuto de marginales, se perfilan bajo la consideración
crítica de Gombrowicz a lo largo de numerosos tramos de su Diario: Polonia y Argentina. A su vez, ambas lo son en relación a
Europa, y el propio Gombrowicz lo es en relación a las tres. Con Polonia ha
cortado todos los lazos, con Argentina no ha anudado ninguno (aunque en un
sentido se puede decir que los lazos fueron múltiples), mientras que con Europa,
es decir: París, las relaciones se tensan a través de la reivindicación de una
cultura embrutecida (cuyos
componentes son argentinos y polacos) capaz, sin embargo, de producir una
literatura cuyos textos transcriban (inevitablemente “en diagonal”, como diría
Jünger) las energías concretas de la vida. Cosmos,
La seducción y Ferdydurke proclaman, desde su legibilidad desfondada (pues en ellos se han hundido numerosos códigos del
relato tradicional), aquella intención del Gombrowicz novelista.
Antes de comenzar a
ver los vínculos de Gombrowicz con el establishment
cultural argentino, quisiéramos acercarnos siquiera de modo superficial a los
existentes con Polonia, no porque carezcan de relevancia – la tienen y su
gravitación parece innegable en el Diario-,
sino más bien debido a una razón de peso: la exposición de Gombrowicz
privilegia una argumentación y un tono que hacen de la controversia y la
provocación los medios más aptos para sacudir el estado de letargo en el que se
hallaba la escena intelectual polaca, tanto la nacional, en ese momento bajo un
gobierno comunista de estricta obediencia soviética, como la de quienes
representaban a una emigración contradictoria y heterogénea dispersa en varias
capitales europeas.
Dos líneas
polémicas recorren el discurso gombrowicziano sobre el mundo intelectual
polaco. La primera apunta a poner de relieve los éxitos y fracasos de la
literatura polaca –encarnada por diversos poetas y novelistas- en los llamados
años de la independencia, vale decir, los que transcurren entre 1918 y 1939:
dado su carácter enumerativo, solo nos limitaremos a citarla. La segunda se
halla centrada en el comentario al ensayo de C. W. Milosz titulado El pensamiento cautivo. A partir de las
“fluidas y sosegadas” (las comillas empleadas procuran sugerir la ironía
gombrowicziana) reflexiones elaboradas por Milosz en torno a la historia del
fracaso de la literatura polaca anterior a la Segunda Guerra, Gombrowicz
cuestiona con severidad la proliferación de un estereotipo de escritor
obnubilado por la pretensión de salvaguardar su condición de tal apelando a
rasgos y atributos ajenos, tomados de una imagen, la del literato occidental,
asociada, de acuerdo a esta perspectiva, a la delicadeza, el tacto, el
refinamiento, etcétera. La sugerencia de Milosz, compartida por Gombrowicz y
trasladada implícitamente por éste a su propia circunstancia dentro de la
Argentina, consistiría en acceder, mediante la impostura y la falsedad, a una
sabiduría que sea útil a los escritores del Este a fin de ser superiores a los
occidentales: “Europeizar la literatura polaca pero al mismo tiempo aprovechar
todas las ocasiones para contraponerla a Europa”. El error de Milosz, según
Gombrowicz, es aceptar tácitamente una adaptación de tales limitaciones –a
decir verdad, de incuestionable mérito si atrás de ellas se agazapa un
vitalismo que aguarda el momento de irrumpir- a las exigencias de los
debilitados códigos de la producción cultural de Occidente. Asimismo, al
resumen recién esbozado, sería menester agregarle la respuesta de Gombrowicz a
una carta escrita por Milosz, donde éste, aparte de incluir una referencia
crítica a Transatlántico, intenta un
ajuste de cuentas con la Polonia anterior a 1939, ya esfumada, como resulta
obvio, cuando ocurre el intercambio epistolar. En relación a esta categoría de
actualidad sustentada por Milosz, la réplica de Gombrowicz, fundada en una
comparación de su novela Trasatlántico
con Cervantes y Don Quijote, cuya dimensión literaria y ética perdura mientras las
novelas de caballería –contra las que fue escrito- han desaparecido, propone la
siguiente moraleja: “Sobre las cosas perecederas es posible escribir en forma
imperecedera”.
De la anterior
afirmación se derivan algunos aspectos persistentemente desarrollados por
Gombrowicz. El más importante, sin duda porque señala el rechazo a los
impedimentos temporales o geográficos por parte de quien escribe, halla en la
tematización de la forma, en la actitud del hombre contemporáneo frente a ella
y en la posibilidad de reemplazar las formas caducas, un primer acercamiento
que anticipa quizás oblicuamente los análisis posteriores, aunque Gombrowicz ya
ha escrito determinadas obras, Ferdydurke
es un ejemplo, donde el eco de la forma se percibe sin necesidad de recurrir a
ninguna demostración que la explicite. En el curso del Diario, cada vez que Gombrowicz responde a los representantes o a
las publicaciones de la intelectualidad polaca, sus objeciones y sarcasmos
conducen a esta noción de la forma que, por otro lado, el escritor reactualiza
permanentemente desde diferentes ángulos y en función del motivo que suscitó la
polémica. (Una situación análoga, lo veremos enseguida, se presenta también
cuando Gombrowicz se refiere al medio literario argentino). Sin una
conceptualización sistemática, sin un centro fácil de descubrir, a veces
serpenteando entre diatribas y meditaciones que, al menos en apariencia, le son
ajenas, la forma diseminada en distintas zonas del Diario, tiene, además de estos cambiantes y fugaces emplazamientos,
otros dos menos elusivos: el prólogo redactado por Gombrowicz a la primera
edición argentina de Ferdydurke y las
conversaciones con Dominique de Roux. Asimismo, un fragmento extraído del Diario 1961-1968 que cumple la función
de prólogo a la novela Cosmos alude,
si bien indirectamente, a ciertos elementos propios de la forma.
En el contexto del Diario, el tema de la forma resulta casi
indisociable de las experiencias de Gombrowicz vividas en un país extranjero,
el nuestro, al cual ha llegado por obra de la casualidad en los confusos días
previos a la guerra, y donde ha permanecido durante más de dos décadas a partir
de una elección a menudo socavada por inconvenientes extremos, insuficientes
sin embargo para torcer una vocación (pues
siempre hay una voz que todo escritor escucha a lo largo de su vida y gracias a
ella se comunica profundamente con su obra) nunca extinguida desde la aparición
de los primeros libros. “Sollozaba de horror ante la coherencia interna de la
desventura. Luego dejé de sollozar y seguí escribiendo”: con estos términos
alude a esa introducción a su vida, como la denomina el propio escritor, sobre
la que presuntamente Ferdydurke, La seducción e incluso el Diario, cada uno a su manera, hablan.
Leamos, pues, el relato de esos primeros tiempos en Argentina. No se oye allí,
hay que resaltarlo, el tono cauteloso y aséptico de una crónica encaminada a la
transcripción de los acontecimientos cotidianos. Por el contrario, las frases
de Gombrowicz celebran la visión de una superficie agrietada y hasta peligrosa
por donde ahora deben transitar, dado que el orden anterior –el de su patria,
el de Europa- ha quedado atrás o, mejor dicho, ya no existe. Una fulminante
alegría, un regocijo negro parecen irradiar esas palabras que buscan nombrar el
impacto provocado por una realidad que subyuga y en la que centellan los signos
de una inferioridad colmada de incitaciones y misterios. Pero al mismo tiempo
son estados de sensibilidad procedentes de ese ir en la dirección opuesta, una fórmula de Thomas Bernhard que, haciendo un
juego de palabras, marca en buena medida el rumbo del artista contemporáneo y
traduce a la vez su rasgo verdaderamente distintivo, elevado por Gombrowicz al
nivel de una convicción arduamente conquistada en el acaecer de su obra.
Compelido a tomar distancia de su patria y de la debacle de la guerra, pero
sobre todo desconcertado por un país desconocido en el que observa jerarquías
empeñadas en aceptarse sólo a sí mismas, Gombrowicz comienza a reconocer en la
juventud las expresiones de aquella inferioridad. Debido a su falta de
desarrollo, a su imperfección, la juventud detenta una fuerza desmesurada que
el adulto, paradójicamente, al haber alcanzado un desarrollo pleno ha perdido.
He aquí brevemente expuesta una nueva aproximación a la cuestión de la forma y
la inmadurez, cuyas erráticas apariciones y deslizamientos es preciso seguir
hasta anudar, si ello fuera posible, los múltiples hilos que tejen y destejen
una trama reacia a definirse, es decir, a definirse como forma incompleta, pues en ella coexisten, dice Gombrowicz, “una
mezcla de fermento, desorden, impureza y azar”. Además, de acuerdo a sus
palabras, es su propio rostro, cuando ya se acerca a los cuarenta años, el que
se metamorfosea y adquiere rasgos juveniles…, en parte explicable, según él,
por el hecho de tener sólo unos pocos lectores polacos todavía fijados a una
época pretérita en la que pasaba por ser una joven promesa o por un autor recién surgido al calor de una obra de
inocultable sello vanguardista. La otra cara, valga la redundancia, es vista
por los argentinos que lo trataban y lo frecuentaban solamente como la de un
principiante desconocido de quien se esperaba en el futuro una demostración de
su talento.
Entre estos
últimos, el poeta entrerriano Carlos Mastronardi (“puso todo su empeño en pasar
casi inadvertido”, escribe Borges en su elogiosa evocación del autor de Conocimiento de la noche), un
provinciano mimetizado con los selectivos cánones de la intelligentsia europea y parisina, radicado en Buenos Aires desde
1920, hermético y bondadoso, es la primera amistad intelectual de Gombrowicz, y
de sus conversaciones –iniciadas hacia 1942- emergen afinidades y diferencias
vinculadas a los respectivos intereses de cada uno. Los de Mastronardi, no
resulta difícil adivinarlo, se orientaban a la revista Sur y al grupo encabezado por Victoria Ocampo, que incluía, entre
otros, a su hermana Silvina, a Bioy Casares y Borges. Un encuentro con todos
ellos promovidos por Mastronardi marcó el drástico alejamiento de Gombrowicz,
refractario, como era de suponer, a una visión de la literatura recogida del
horizonte europeo. “A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces
de Paris”, escribe Gombrowicz con palabras que pulsan su indisimulado desdén.
Este corte inapelable condensa apenas parcialmente las críticas que, desde la
apología de una belleza procedente de lo degradado o lo bajo, de aquellas
franjas obturadas o negadas por formas culturales consideradas maduras y superiores,
Gombrowicz ha dirigido hacia una concepción de la literatura ajena al tumulto o
a la explosión de la vida o, para usar sus mismos términos, “no enraizada en la
vida”. En la década del `40 –y en la del `50 ocurrirá algo similar, salvo unas
pocas excepciones: Roger Pla, Calvetti, Adolfo de Obieta, ¿Sábato, quizás?-,
los círculos literarios argentinos miraban con indiferencia sino con sorna al
escritor polaco cuyos éxitos en Europa no resultaban suficientes para otorgarle
un reconocimiento frente al cual, por otra parte, aquél se había mostrado
siempre escéptico. Indiferencia y sorna traslucían a menudo una hostilidad
agresiva hacia este extranjero que no aprovechaba su consagración en Europa, y,
en cambio, prefería seguir siendo un outsider
satisfecho de su anonimato. Si fue el único escritor que no cumplió con el rito
de acudir al salón de Victoria Ocampo, y ello le valió un reconocimiento en
otro plano, su ausencia obtuvo sin embargo una respuesta elocuente cuando la
revista Sur se convirtió en la única
publicación que no incluyó en sus páginas ningún comentario al salir la edición
de Ferdydurke.
Pero es bajo la
frivolidad pintoresca de estas anécdotas por donde circula un torrente que
arrastra otros sonidos: irritantes sólo para ciertos oídos, seguramente no lo
son para Gombrowicz, quien puede captar su magnetismo elemental, sus disonantes
mensajes ávidos por acompasar una modulación que no sofoque el desorden emanado
de su calma ni el orden surgido de sus sobresaltos. “Me bastaba, escribe
Gombrowicz en su Diario, con unirme
espiritualmente por un momento con Retiro para que el lenguaje de la cultura
empezara a sonarme falso y vacío”. Cabe preguntarse: ¿Se puede (quiero decir:
con la escritura) trasladar esta suerte de intensidad contradictoria que Gombrowicz
adjudica a la vida? No es una pregunta retórica, pues alrededor de ella merodea
una astillada variedad de enunciados, a veces inconciliables entre sí,
relativos a la forma. Lo señalamos más arriba: resisten cualquier
sistematización y esta lógica testaruda es la que rige no sólo los textos
“teóricos” (prólogos, entrevistas, artículos, etcétera), para darles un nombre
que Gombrowicz no aprobaría, sino también aquellos donde el estilo altera, como
suele ocurrir, cualquier programa estético elaborado previamente. Pese a todo y
sin prescindir de tales fluctuaciones, tenemos la posibilidad de observar los
desniveles por los que asoman cada tanto, como una presencia recurrente, los
encadenamientos de la forma lanzados en pos de otras formas, y, unida a esta
pululante actividad, la recomendación de Gombrowicz –“Sólo sabrá lo que es la
forma aquél que no se aleje un paso del torbellino mismo de la vida”- no hace
sino activarla. En nombre de este postulado, Gombrowicz pronuncia sus
invectivas contra Borges adorador de las paradojas y la erudición,
espiritualmente marchitado por su distanciamiento de la vida como frente
profunda de la literatura. Más de una coincidencia con Gombrowicz hallaríamos,
sin embargo, en la inserción que la barbarie, las pasiones en bruto, por otra
parte siempre resignificadas en la literatura argentina desde Echeverría en
adelante, tienen, como lo ha detectado sagazmente Ricardo Piglia, en un
segmento importante de la narrativa borgiana: La muerte y la brújula, El
sur, La historia del guerrero y la
cautiva, El muerto, etcétera, revelan claramente dichos tópicos.
Al lado de esta
problemática, o diría mejor: inescindible de esta problemática se encuentra la
cuestión de la lengua literaria, o de la lengua que la literatura argentina,
durante esos decisivos primeros años de la década del `40, procura forjar para
sus textos a través de tres o cuatros escritores: Arlt, Macedonio Fernández, el
propio Borges, y este Gombrowicz colándose por la hendidura que él mismo acaso
dibuja entre el polaco y el español del Río de la Plata, cuyos puntos de
fricción (producidos con motivo de la célebre traducción de Ferdydurke en los altos de la confitería
Rex) parecen articular los crispados sonidos de una lengua futura. La que
surgiría, propone Piglia, de cruzar los estilos de Arlt y Macedonio. La que
surgiría, por qué no, de las contribuciones brindadas por la larga lista de
traductores cuyo esfuerzo Gombrowicz agradece en el prólogo a su novela,
quienes intentaban alcanzar equivalencias lingüísticas no sólo dentro del
español y el polaco: el portugués y el inglés eran lenguas por las que también
transitaban sus búsquedas. La que surgiría, por último, del anónimo jugador de
billar que, haciendo una pausa, relata Gombrowicz, pronunció la palabra
demorada por una larga discusión entre los integrantes del comité de traducción
reunidos en la confitería.
Si todo escritor
utiliza, como decía Joyce, determinados recursos para expresarse en la vida y
el arte –silencio, destierro y astucia fueron los del escritor irlandés-, cabría recordar que Gombrowicz también emplea, ante sus
propias vicisitudes, los adecuados para descubrir en la tensión de la
literatura frente a la vida, en su inadecuación esencial o en las mutuas
afinidades que las disocian, la posibilidad de una diferencia y un lenguaje
para exponer esa posibilidad. Pero ésta es una empresa delicada y el arte,
afirma una vez más Gombrowicz, exige la penumbra para realizarla.
(13/6/1991)