sábado, 1 de agosto de 2015

Exilio, provocación y forma Witold Gombrowicz y su diario - Antonio Oviedo.


Antonio Oviedo, escritor y actual director a cargo de la Biblioteca Córdoba, nos cedió amablemente para la difusión y preparación del Coloquio Gombrowicz este ensayo que estuvo publicado en su libro Realidades Exiguas (Ferreyra Editor). Gombrowicz retorna a sus ensayos de lector partiendo del Diario, su interrogación girará en torno al Yo, la máscara y el secreto. Este último cuestionará toda supremacía de la cultura establecida. También se hace presente la cuestión topológica del exilio y el margen: Polonia y Argentina conectadas por un Trasatlántico. Para finalizar el ensayo plantea la cuestión capital de la obra gombrowiciana: la Forma. No ligándola a ningún artificio sino al torbellino propio de la vida.





Exilio, provocación y forma.
Witold Gombrowicz y su diario.
Antonio Oviedo.

Nunca sabremos muy bien quién es  ese Gombrowicz del que nos hablan sus novelas, aún suponiendo que aquél pudiera deslizarse en éstas; del que nos habla el Diario es el escritor asediado –nunca desbordado (al situarse, precisamente, como se verá luego, en los bordes de dos culturas)- enfrentado a dificultades de diversa índole pese a las cuales dicha condición de escritor no hace sino afirmarse con el transcurso de tiempo. Pero el yo inscripto en el Diario, ese yo que se repite obsesivamente al comienzo y sin ningún otro aditamento en cada uno de los primeros días del año 1953, ese yo señala, parafraseando un título de Mishima, una máscara cuyas confesiones no enuncian el gesto de sinceridad sino el movimiento de lo que se evita decir. En efecto, las palabras preliminares del primer tomo del Diario (objeto aquí de éstas y otras reflexiones) plantean, sin ninguna clase de rodeos, la cuestión del secreto, en torno al cual se agrupa el fluir de anotaciones para las que, justamente, todo diario sirve de soporte. Si bien es cierto que no examinaremos aquí sus mecanismos, el secreto, o cierta versión gombrowicziana del secreto, nos permitirá en una primera instancia llegar a los distintos  aspectos a considerar en el Diario del escritor polaco.
“Aún queda algo en reserva, pero ese material –más íntimo- prefiere no incluirlo”, escribe Gombrowicz, tras aclarar que este volumen contiene los textos publicados mensualmente en la revista Kultura, órgano literario y político de la emigración polaca en Paris, fundada después de 1945. Llama la atención semejante prudencia, como si el autor quisiera mostrarnos la posibilidad de que más adelante volverá, tal vez de manera subrepticia, a dibujar con nuevos trazos los límites fijados a su reserva.
Esta breve digresión, en la que nos referimos al secreto como a un dispositivo casi insoslayable de la escritura diarística, subraya –en relación a un sistema literario que la experiencia gombrowicziana prolonga- la negativa del escritor a revelar un material que se guarda para alguna oportunidad futura. En nuestro caso, la oportunidad pertenece no al futuro sino al presente mismo de la lectura del Diario el poder determinar la existencia de otro secreto que ciertos pasajes de aquél mencionan de manera, por así decirlo, evidente. Es cierto, ese otro secreto se designa mediante un topos, un lugar físico de la realidad urbana de Buenos Aires: Retiro, que la estética gombrowicziana ha erigido como punto de partida para diversas formulaciones, entre las cuales también aparecen otras vinculadas al campo filosófico y político: comentarios del libro de Dionys Mascolo sobre el comunismo o a Le Pesanteur et la grace, de Simone Weil, muestran una perspectiva sobre la que, por otro lado, alguien como Juan José Saer ha realizado un análisis muy minucioso.

“El secreto de Retiro, un secreto realmente demoniaco”; así introduce el autor esta zona de luces vacilantes y siluetas furtivas donde la inferioridad, lo imperfecto, lo degradado, cuestiona con energía propia los registros prestigiosos de una cultura situada en un plano cuya supremacía considera indiscutible. Como es obvio, subyace a esta oposición una de las ideas –la relativa inmadurez y la forma y su correspondiente dialéctica dinamizadora- sobre la que Gombrowicz ha vuelto reiteradamente en distintos momentos y que más adelante trataremos de ver en particular. Ahora bien, la constitución de ese topos en el espacio del Diario es el efecto de una trama de relaciones surgidas con motivo del exilio de Gombrowicz en la Argentina y, más específicamente, de sus conflictivos lazos con el mundo intelectual y literario del país.
Respecto a la llegada y permanencia de Gombrowicz en la Argentina basta con citar los datos conocidos. Dos o tres semanas antes del comienzo de la Segunda Guerra, hacia agosto de 1939, Gombrowicz abandona Polonia en el barco Chrobry y llega a Buenos Aires al cabo de una travesía que tendrá resonancias bastante nítidas en su libro Transatlántico. Veintitrés años después, en 1963, regresa a Europa. Durante ese lapso, su estadía en estas tierras se ve sacudida por un remolino de dificultades materiales que alcanzan su correlato en la vida bohemia, los hoteles sórdidos o las amistades dudosas (más exactamente: indudables). Tanto algunos ocasionales viajes al interior (a Salsipuedes, Rio Ceballos, La Falda, en Córdoba, o a Santiago del Estero por ejemplo), como la ayuda de ciertas mujeres que, según el escritor, creen en su obra y le facilitan dinero para sobrevivir, atenúan el rigor de sus padecimientos. Ser sostenido por la catástrofe fue, afirma Gombrowicz, la única posibilidad que vislumbró por entonces para no renunciar a la tarea literaria. En realidad, ésta tuvo en Polonia un comienzo desafortunado con la publicación, en 1933, de un libro de relatos: Memorias del tiempo de inmadurez (hoy incluidos bajo el título de Bakakai). En 1937 se edita Ferdydurke y diez años más tarde aparece en la Argentina la traducción de dicho libro con un prólogo del propio Gombrowicz, donde éste  plantea de modo explícito sus ideas sobre la forma y la inmadurez. Por otra parte, desde 1947 Gombrowicz obtiene un modesto empleo en el Banco Polaco que al menos soluciona, siempre con restricciones, sus necesidades más inmediatas. Asimismo, en los años subsiguientes, aparecerán otros libros suyos: La boda y Transatlántico. Con este ceñido panorama ingresamos al primer período que abarca el tomo primero del Diario (desde el año 1953 al 56), y cuyas reflexiones remiten a esos años y, de manera discontinua aunque a veces con cierta extensión, a los precedentes.
Dos territorios, a los que asigna el estatuto de marginales, se perfilan bajo la consideración crítica de Gombrowicz a lo largo de numerosos tramos de su Diario: Polonia y Argentina. A su vez, ambas lo son en relación a Europa, y el propio Gombrowicz lo es en relación a las tres. Con Polonia ha cortado todos los lazos, con Argentina no ha anudado ninguno (aunque en un sentido se puede decir que los lazos fueron múltiples), mientras que con Europa, es decir: París, las relaciones se tensan a través de la reivindicación de una cultura embrutecida (cuyos componentes son argentinos y polacos) capaz, sin embargo, de producir una literatura cuyos textos transcriban (inevitablemente “en diagonal”, como diría Jünger) las energías concretas de la vida. Cosmos, La seducción y Ferdydurke proclaman, desde su legibilidad desfondada (pues en ellos se han hundido numerosos códigos del relato tradicional), aquella intención del Gombrowicz novelista.
Antes de comenzar a ver los vínculos de Gombrowicz con el establishment cultural argentino, quisiéramos acercarnos siquiera de modo superficial a los existentes con Polonia, no porque carezcan de relevancia – la tienen y su gravitación parece innegable en el Diario-, sino más bien debido a una razón de peso: la exposición de Gombrowicz privilegia una argumentación y un tono que hacen de la controversia y la provocación los medios más aptos para sacudir el estado de letargo en el que se hallaba la escena intelectual polaca, tanto la nacional, en ese momento bajo un gobierno comunista de estricta obediencia soviética, como la de quienes representaban a una emigración contradictoria y heterogénea dispersa en varias capitales europeas.
Dos líneas polémicas recorren el discurso gombrowicziano sobre el mundo intelectual polaco. La primera apunta a poner de relieve los éxitos y fracasos de la literatura polaca –encarnada por diversos poetas y novelistas- en los llamados años de la independencia, vale decir, los que transcurren entre 1918 y 1939: dado su carácter enumerativo, solo nos limitaremos a citarla. La segunda se halla centrada en el comentario al ensayo de C. W. Milosz titulado El pensamiento cautivo. A partir de las “fluidas y sosegadas” (las comillas empleadas procuran sugerir la ironía gombrowicziana) reflexiones elaboradas por Milosz en torno a la historia del fracaso de la literatura polaca anterior a la Segunda Guerra, Gombrowicz cuestiona con severidad la proliferación de un estereotipo de escritor obnubilado por la pretensión de salvaguardar su condición de tal apelando a rasgos y atributos ajenos, tomados de una imagen, la del literato occidental, asociada, de acuerdo a esta perspectiva, a la delicadeza, el tacto, el refinamiento, etcétera. La sugerencia de Milosz, compartida por Gombrowicz y trasladada implícitamente por éste a su propia circunstancia dentro de la Argentina, consistiría en acceder, mediante la impostura y la falsedad, a una sabiduría que sea útil a los escritores del Este a fin de ser superiores a los occidentales: “Europeizar la literatura polaca pero al mismo tiempo aprovechar todas las ocasiones para contraponerla a Europa”. El error de Milosz, según Gombrowicz, es aceptar tácitamente una adaptación de tales limitaciones –a decir verdad, de incuestionable mérito si atrás de ellas se agazapa un vitalismo que aguarda el momento de irrumpir- a las exigencias de los debilitados códigos de la producción cultural de Occidente. Asimismo, al resumen recién esbozado, sería menester agregarle la respuesta de Gombrowicz a una carta escrita por Milosz, donde éste, aparte de incluir una referencia crítica a Transatlántico, intenta un ajuste de cuentas con la Polonia anterior a 1939, ya esfumada, como resulta obvio, cuando ocurre el intercambio epistolar. En relación a esta categoría de actualidad sustentada por Milosz, la réplica de Gombrowicz, fundada en una comparación de su novela Trasatlántico con Cervantes y Don Quijote, cuya dimensión literaria y ética perdura mientras las novelas de caballería –contra las que fue escrito- han desaparecido, propone la siguiente moraleja: “Sobre las cosas perecederas es posible escribir en forma imperecedera”.
De la anterior afirmación se derivan algunos aspectos persistentemente desarrollados por Gombrowicz. El más importante, sin duda porque señala el rechazo a los impedimentos temporales o geográficos por parte de quien escribe, halla en la tematización de la forma, en la actitud del hombre contemporáneo frente a ella y en la posibilidad de reemplazar las formas caducas, un primer acercamiento que anticipa quizás oblicuamente los análisis posteriores, aunque Gombrowicz ya ha escrito determinadas obras, Ferdydurke es un ejemplo, donde el eco de la forma se percibe sin necesidad de recurrir a ninguna demostración que la explicite. En el curso del Diario, cada vez que Gombrowicz responde a los representantes o a las publicaciones de la intelectualidad polaca, sus objeciones y sarcasmos conducen a esta noción de la forma que, por otro lado, el escritor reactualiza permanentemente desde diferentes ángulos y en función del motivo que suscitó la polémica. (Una situación análoga, lo veremos enseguida, se presenta también cuando Gombrowicz se refiere al medio literario argentino). Sin una conceptualización sistemática, sin un centro fácil de descubrir, a veces serpenteando entre diatribas y meditaciones que, al menos en apariencia, le son ajenas, la forma diseminada en distintas zonas del Diario, tiene, además de estos cambiantes y fugaces emplazamientos, otros dos menos elusivos: el prólogo redactado por Gombrowicz a la primera edición argentina de Ferdydurke y las conversaciones con Dominique de Roux. Asimismo, un fragmento extraído del Diario 1961-1968 que cumple la función de prólogo a la novela Cosmos alude, si bien indirectamente, a ciertos elementos propios de la forma.
En el contexto del Diario, el tema de la forma resulta casi indisociable de las experiencias de Gombrowicz vividas en un país extranjero, el nuestro, al cual ha llegado por obra de la casualidad en los confusos días previos a la guerra, y donde ha permanecido durante más de dos décadas a partir de una elección a menudo socavada por inconvenientes extremos, insuficientes sin embargo para torcer una vocación  (pues siempre hay una voz que todo escritor escucha a lo largo de su vida y gracias a ella se comunica profundamente con su obra) nunca extinguida desde la aparición de los primeros libros. “Sollozaba de horror ante la coherencia interna de la desventura. Luego dejé de sollozar y seguí escribiendo”: con estos términos alude a esa introducción a su vida, como la denomina el propio escritor, sobre la que presuntamente Ferdydurke, La seducción e incluso el Diario, cada uno a su manera, hablan. Leamos, pues, el relato de esos primeros tiempos en Argentina. No se oye allí, hay que resaltarlo, el tono cauteloso y aséptico de una crónica encaminada a la transcripción de los acontecimientos cotidianos. Por el contrario, las frases de Gombrowicz celebran la visión de una superficie agrietada y hasta peligrosa por donde ahora deben transitar, dado que el orden anterior –el de su patria, el de Europa- ha quedado atrás o, mejor dicho, ya no existe. Una fulminante alegría, un regocijo negro parecen irradiar esas palabras que buscan nombrar el impacto provocado por una realidad que subyuga y en la que centellan los signos de una inferioridad colmada de incitaciones y misterios. Pero al mismo tiempo son estados de sensibilidad procedentes de ese ir en la dirección opuesta, una fórmula de Thomas Bernhard que, haciendo un juego de palabras, marca en buena medida el rumbo del artista contemporáneo y traduce a la vez su rasgo verdaderamente distintivo, elevado por Gombrowicz al nivel de una convicción arduamente conquistada en el acaecer de su obra. Compelido a tomar distancia de su patria y de la debacle de la guerra, pero sobre todo desconcertado por un país desconocido en el que observa jerarquías empeñadas en aceptarse sólo a sí mismas, Gombrowicz comienza a reconocer en la juventud las expresiones de aquella inferioridad. Debido a su falta de desarrollo, a su imperfección, la juventud detenta una fuerza desmesurada que el adulto, paradójicamente, al haber alcanzado un desarrollo pleno ha perdido. He aquí brevemente expuesta una nueva aproximación a la cuestión de la forma y la inmadurez, cuyas erráticas apariciones y deslizamientos es preciso seguir hasta anudar, si ello fuera posible, los múltiples hilos que tejen y destejen una trama reacia a definirse, es decir, a definirse como forma incompleta, pues en ella coexisten, dice Gombrowicz, “una mezcla de fermento, desorden, impureza y azar”. Además, de acuerdo a sus palabras, es su propio rostro, cuando ya se acerca a los cuarenta años, el que se metamorfosea y adquiere rasgos juveniles…, en parte explicable, según él, por el hecho de tener sólo unos pocos lectores polacos todavía fijados a una época pretérita en la que pasaba por ser una joven promesa o por un autor recién surgido al calor de una obra de inocultable sello vanguardista. La otra cara, valga la redundancia, es vista por los argentinos que lo trataban y lo frecuentaban solamente como la de un principiante desconocido de quien se esperaba en el futuro una demostración de su talento.
Entre estos últimos, el poeta entrerriano Carlos Mastronardi (“puso todo su empeño en pasar casi inadvertido”, escribe Borges en su elogiosa evocación del autor de Conocimiento de la noche), un provinciano mimetizado con los selectivos cánones de la intelligentsia europea y parisina, radicado en Buenos Aires desde 1920, hermético y bondadoso, es la primera amistad intelectual de Gombrowicz, y de sus conversaciones –iniciadas hacia 1942- emergen afinidades y diferencias vinculadas a los respectivos intereses de cada uno. Los de Mastronardi, no resulta difícil adivinarlo, se orientaban a la revista Sur y al grupo encabezado por Victoria Ocampo, que incluía, entre otros, a su hermana Silvina, a Bioy Casares y Borges. Un encuentro con todos ellos promovidos por Mastronardi marcó el drástico alejamiento de Gombrowicz, refractario, como era de suponer, a una visión de la literatura recogida del horizonte europeo. “A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de Paris”, escribe Gombrowicz con palabras que pulsan su indisimulado desdén. Este corte inapelable condensa apenas parcialmente las críticas que, desde la apología de una belleza procedente de lo degradado o lo bajo, de aquellas franjas obturadas o negadas por formas culturales consideradas maduras y superiores, Gombrowicz ha dirigido hacia una concepción de la literatura ajena al tumulto o a la explosión de la vida o, para usar sus mismos términos, “no enraizada en la vida”. En la década del `40 –y en la del `50 ocurrirá algo similar, salvo unas pocas excepciones: Roger Pla, Calvetti, Adolfo de Obieta, ¿Sábato, quizás?-, los círculos literarios argentinos miraban con indiferencia sino con sorna al escritor polaco cuyos éxitos en Europa no resultaban suficientes para otorgarle un reconocimiento frente al cual, por otra parte, aquél se había mostrado siempre escéptico. Indiferencia y sorna traslucían a menudo una hostilidad agresiva hacia este extranjero que no aprovechaba su consagración en Europa, y, en cambio, prefería seguir siendo un outsider satisfecho de su anonimato. Si fue el único escritor que no cumplió con el rito de acudir al salón de Victoria Ocampo, y ello le valió un reconocimiento en otro plano, su ausencia obtuvo sin embargo una respuesta elocuente cuando la revista Sur se convirtió en la única publicación que no incluyó en sus páginas ningún comentario al salir la edición de Ferdydurke.
Pero es bajo la frivolidad pintoresca de estas anécdotas por donde circula un torrente que arrastra otros sonidos: irritantes sólo para ciertos oídos, seguramente no lo son para Gombrowicz, quien puede captar su magnetismo elemental, sus disonantes mensajes ávidos por acompasar una modulación que no sofoque el desorden emanado de su calma ni el orden surgido de sus sobresaltos. “Me bastaba, escribe Gombrowicz en su Diario, con unirme espiritualmente por un momento con Retiro para que el lenguaje de la cultura empezara a sonarme falso y vacío”. Cabe preguntarse: ¿Se puede (quiero decir: con la escritura) trasladar esta suerte de intensidad contradictoria que Gombrowicz adjudica a la vida? No es una pregunta retórica, pues alrededor de ella merodea una astillada variedad de enunciados, a veces inconciliables entre sí, relativos a la forma. Lo señalamos más arriba: resisten cualquier sistematización y esta lógica testaruda es la que rige no sólo los textos “teóricos” (prólogos, entrevistas, artículos, etcétera), para darles un nombre que Gombrowicz no aprobaría, sino también aquellos donde el estilo altera, como suele ocurrir, cualquier programa estético elaborado previamente. Pese a todo y sin prescindir de tales fluctuaciones, tenemos la posibilidad de observar los desniveles por los que asoman cada tanto, como una presencia recurrente, los encadenamientos de la forma lanzados en pos de otras formas, y, unida a esta pululante actividad, la recomendación de Gombrowicz –“Sólo sabrá lo que es la forma aquél que no se aleje un paso del torbellino mismo de la vida”- no hace sino activarla. En nombre de este postulado, Gombrowicz pronuncia sus invectivas contra Borges adorador de las paradojas y la erudición, espiritualmente marchitado por su distanciamiento de la vida como frente profunda de la literatura. Más de una coincidencia con Gombrowicz hallaríamos, sin embargo, en la inserción que la barbarie, las pasiones en bruto, por otra parte siempre resignificadas en la literatura argentina desde Echeverría en adelante, tienen, como lo ha detectado sagazmente Ricardo Piglia, en un segmento importante de la narrativa borgiana: La muerte y la brújula, El sur, La historia del guerrero y la cautiva, El muerto, etcétera, revelan claramente dichos tópicos.
Al lado de esta problemática, o diría mejor: inescindible de esta problemática se encuentra la cuestión de la lengua literaria, o de la lengua que la literatura argentina, durante esos decisivos primeros años de la década del `40, procura forjar para sus textos a través de tres o cuatros escritores: Arlt, Macedonio Fernández, el propio Borges, y este Gombrowicz colándose por la hendidura que él mismo acaso dibuja entre el polaco y el español del Río de la Plata, cuyos puntos de fricción (producidos con motivo de la célebre traducción de Ferdydurke en los altos de la confitería Rex) parecen articular los crispados sonidos de una lengua futura. La que surgiría, propone Piglia, de cruzar los estilos de Arlt y Macedonio. La que surgiría, por qué no, de las contribuciones brindadas por la larga lista de traductores cuyo esfuerzo Gombrowicz agradece en el prólogo a su novela, quienes intentaban alcanzar equivalencias lingüísticas no sólo dentro del español y el polaco: el portugués y el inglés eran lenguas por las que también transitaban sus búsquedas. La que surgiría, por último, del anónimo jugador de billar que, haciendo una pausa, relata Gombrowicz, pronunció la palabra demorada por una larga discusión entre los integrantes del comité de traducción reunidos en la confitería.
Si todo escritor utiliza, como decía Joyce, determinados recursos para expresarse en la vida y el arte –silencio, destierro y astucia fueron los del escritor irlandés-, cabría recordar que Gombrowicz también emplea, ante sus propias vicisitudes, los adecuados para descubrir en la tensión de la literatura frente a la vida, en su inadecuación esencial o en las mutuas afinidades que las disocian, la posibilidad de una diferencia y un lenguaje para exponer esa posibilidad. Pero ésta es una empresa delicada y el arte, afirma una vez más Gombrowicz, exige la penumbra para realizarla.

(13/6/1991)